sábado, 20 de abril de 2013

Esta película me ha hecho plantearme qué médico quiero ser cuando acabe la carrera y pueda ejercer

Ante todo, la visualización de esta película me ha hecho plantearme qué médico quiero ser cuando acabe la carrera y pueda ejercer. Está el doctor Sachs, que se preocupa por sus pacientes, por sus dolencias, por sus sentimientos y sus inquietudes, que se para para coger de la mano a un familiar apenado y es capaz de ver que en cualquier enfermedad por muy grave que sea siempre hay un atisbo de esperanza. Y luego están los otros médicos, los fríos, los que parece que no ven al paciente como una persona, como un todo, sino como síntomas y signos aislados. Es como si para ellos no tuvieran cara, ni nombre, ni familia, porque todo eso no les importa, solo y exclusivamente les importa la enfermedad que padecen.
A lo largo de estos años que hemos hecho tantas prácticas en hospitales y centros de salud, he podido toparme con médicos pertenecientes a los dos tipos, pero sobre todo los pertenecientes a la segunda clase.
A veces pienso que esa frialdad, esa distancia tan consabida que el médico interpone entre su paciente y él, es un método de defensa, una forma de sobrevivir a la muerte, a la impotencia contra ciertas enfermedades, a la culpa incluso de no poder hacer nada más por esa persona que tienes enfrente y que te pide ayuda. Y puede que en ese sentido, en cierta forma, esa distancia sea útil, pero creo que si la acentuamos demasiado acabaríamos deshumanizando demasiado la relación médico-paciente.
Es cierto que uno sabe desde primero de carrera que no debe encariñarse con los pacientes, ni involucrarse de forma personal, porque se pierde objetividad (esa palabra tan importante para los científicos y en especial para los médicos), pero desde mi punto de vista, este dogma se ha llevado demasiado lejos. Una cosa es encariñarse con el paciente, y otra como a veces me ha pasado, observar que el médico ni tan siquiera mira a la persona enferma a los ojos al dar el diagnóstico.
Es simplemente cuestión de humildad: no somos mejores que los que tenemos al otro lado de la mesa pidiéndonos ayuda, no somos más listos ni más respetables por llevar una bata blanca, y no debemos sentirnos tan superiores como para no tener en cuenta que no es un número, ni un conjunto de síntomas, sino una persona, exactamente igual que nosotros. Los médicos también enfermamos, que parece que es algo que con el complejo de superioridad se nos olvida a veces, y estoy segura que si necesitáramos la ayuda y el tratamiento de otro médico, querríamos que nos tratara con respeto y sobre todo con humanidad. La enfermedad es un concepto universal, y nadie puede salvarse de ella, ni siquiera nosotros, así que deberíamos antes de tratar a nadie, pensar como nos gustaría que nos trataran a nosotros.
Y por otro lado, también hay que tener en cuenta que un médico debe curtirse para que no le afecten ciertas cosas a la hora de hacer vida diaria fuera del ámbito sanitario. A mí por ejemplo ese es un tema que me preocupa mucho: cómo podré vivir, mirarme al espejo y seguir levantándome por las mañanas sabiendo cuanta gente ha perdido la vida en mi mesa de operaciones. Supongo que todos debemos recordar aquello que te repiten sin cesar desde que comienzas los estudios, que es “Todos los pacientes mueren, y eso no significa que usted sea un mal médico”, pero supongo que es algo que se gana con la experiencia. El médico debe aprender a desconectar de su profesión en cuanto se quita la bata, de la mejor manera que pueda, haciendo algo que le guste (en el caso del doctor Sachs, escribiendo). Si no fuera así, la impotencia, la tristeza y la culpabilidad no nos dejarían volver después de la pérdida de un paciente.
Una vez leí, no recuerdo donde, que el médico se pasa la vida luchando con un caballero negro, de imponente armadura y espada mortal, que lucha a muerte y que por mucho que se esfuerce, no logra jamás desarmar. Ese caballero negro es la muerte, y ahora es cuando realmente lo entiendo. La finalidad no es desarmar al caballero, no es vencerle, es seguir peleando con él, día tras día, sin cederle ni una pizca de terreno de más, sin desfallecer.
No sé si al final, cuando llegue la hora de la verdad, mis propósitos se convertirán en hechos, aunque espero que sí, pero yo quiero ser diferente. Sé que me costará afrontar la muerte, sé que tendré que pelear duro para que el caballero negro no me gane la batalla ni me coja desprevenida y con la guardia baja, pero también sé, que mis pacientes no sufrirán de indiferencia por ello. Quiero que mis pacientes entren en el quirófano sin miedo, porque confíen en mí y estén perfectamente informados de lo que se les va a hacer, quiero que no tengan miedo ni pudor al contarme sus problemas y dolencias, que mi consulta sea para ellos un sitio reconfortante y libre de ansiedad, y ante todo, que no sientan esa distancia enorme entre ellos y yo. Porque al fin y al cabo, todos hemos estado enfermos en algún momento, o hemos sufrido la enfermedad de algún familiar, y no necesito esa distancia abismal ni sentirme mejor que ellos para protegerme. Estoy fiel y totalmente convencida, de que mi amor por la medicina será suficiente protección, y que eso y sólo eso será bastante para levantarme cada vez que el caballero negro me haga caer. Porque al fin y al cabo, nuestro trabajo es este, luchar donde otros no pueden, y ser fuertes por los que se sienten débiles, y creo que esa es la verdadera esencia de la práctica médica.
Mirian Pino Ramos. Hospital Universitario de Valme de Sevilla. España.

No hay comentarios:

Publicar un comentario